El auge de los reality shows

Por Juan Manuel Martínez

El concepto de reality show, tan ficticio como incoherente, forma parte de la mayor oferta de entretenimiento por empresas del rubro, en los últimos veinte años. El concepto de show, explotado a ritmo industrial desde principios del siglo XX, evoca al espectáculo, a lo distinto: al artificio. Por otro lado la idea de reality hace referencia, no al sentido filosófico de la palabra, sino al aspecto corriente de la vida de las personas; lo repetitivo, lo rutinario, aquello que es forjado por el hábito, y se acepta: la realidad. Estas palabras en tensión, generan un efecto retórico, donde su fuerza radica en su antagonismo. El concepto evocaría al disfrute del “espectáculo de lo rutinario”.          

El formato “reality show” se terminó de forjar como género televisivo en 1999 en Holanda; donde quizá en la realización exista algún resabio de su pasado esclavista. Allí nació el programa “Big brother”, producido por la empresa Endemol, inspirado en la novela “1984” de Geroge Orwell, que describe una sociedad observada bajo la mirada perseverante de un estado represor. El responsable intelectual del formato se llama Johannes Hendrikus Hubert de Mol Jr, conocido popularmente como John de Mol.

Como toda gran innovación en el universo del entretenimiento, se pueden rastrear antecedentes, no tan disimiles: en 1973 la televisión pública estadounidense produce “An american family”, un documental que estudia la vida de una familia norteamericana de clase media, con un seguimiento diario durante nueve meses. Años después, la empresa MTV, desarrolla inspirado en el documental, la serie “The real world”; allí deliberadamente no participan actores, sino que son seleccionados por audición individuos ignotos, para habitar una casa en común. Sus protagonistas no serían figuras producidas por la maquinaria del star system, sino que en el show actuarían personas normales.

La dinámica del star system tiene la desventaja, de que quien es contratado como actor para formar parte de una producción de consumo masivo, en el proceso de popularidad del producto también acumula valor, haciéndose cada vez más caro de contratar. Con el formato reality este problema se excluye; en repetidas ediciones, se ha podido ver cómo sus figuras fácilmente son desechadas una vez terminada la temporada. Hay algunas excepciones, pero estas una vez finalizado el programa, para mantenerse trabajando en medios masivos, han tenido que forjar su popularidad en base a la vieja receta del star system.   

Asimismo el formato holandés introdujo su novedad: los televidentes serían los jueces de lo que sucediera dentro de la casa donde estaban conviviendo los participantes. Muchos analistas resaltan que la posibilidad de que el público decida sobre quien es expulsado por medio de votaciones, fue clave para el éxito del concurso. La participación de la audiencia sobre el desarrollo de un espectáculo, era ya practicada en el coliseo romano, sin embargo previamente no se había explotado en el formato reality.

Es evidente que el voyerismo es el componente clave de la atracción de este tipo de espectáculos. El interés malsano por las personas, y la atracción hacia acontecimientos desagradables, es parte de la comedia humana desde tiempos ancestrales. Es sabido que las productoras de estos formatos, promueven situaciones morbosas dentro de la oferta del show.

Es posible que la ficción como representación artística, haya surgido por este deseo de observación, inherente al ser humano. Si esto fuera cierto, estos formatos estarían llevando a los estadios primitivos del ser humano a sus espectadores, ya que lo que se ofrece en vez de ser un juego de ficción, es una apariencia de realidad; no sólo los protagonistas son presentados como normales y reales, sino que también la trama es vendida como la vida misma. Esta sustitución de la ficción por lo real, se acerca también a la precarización en la construcción y montaje de producción de espectáculos; la ficción requiere de más tiempo de trabajo, esta debe construir trabajosamente lo que el formato de reality show tendría servido: la verosimilitud de una situación.

Por más difícil que sea de aceptar, el mecanismo de interacción de los medios de comunicación contemporáneos es brutalmente unilateral: la sensibilidad del público, es forjada, dirigida y provocada por la dinámica de una sociedad pos industrial, basada en un consumo cada vez más obligatorio, y en proceso de aceleración. La inversión en la producción de programación en medios masivos es muy cara; un inversor privado sólo la justifica si le genera ganancia, inherente a una dinámica de consumo masivo. Inevitablemente los productos deben portar la ideología de quien invierte.   

Muchas investigaciones sociológicas, ya viejas, nos han advertido de que la sociedad contemporánea, produce individuos heterodirigidos: estos individuos viven en una sociedad de alto nivel tecnológico, dentro de una estructura económica, basada en el consumo, en la cual se le propone constantemente a través de propaganda comercial, vía televisión, radio, redes sociales, y campañas de persuasión, aquello que debe desear y cómo debe obtenerlo, según patrones de sustitución de bienes y servicios, de velocidad vertiginosa.

Los individuos deben de tener una alta voracidad para consumir estos productos. Este aspecto puede reconocerse en como rasgos hedonistas, narcisistas, de incesante cambio, como también reacciones emocionales poco reflexivas, se fomentan permanentemente en redes sociales. Asimismo, parece ser que no sólo el modelo de consumidor requiere de personas aisladas y poco empáticas, sino que también las nuevas modalidades de administración de producción y diseño comercial, ejercidas desde los países centrales, requieren de la contratación de individuos ensimismados, y aislados.

En una sociedad hiperadministrada, una persona se convierte en un número, y la estructura organizativa decide por ellas. En estas sociedades la fuerza individual queda anulada totalmente, ante una dinámica tecnológica hiperdesarrollada, que determina sus movimientos, como también sus deseos; bajo esta dialéctica los complejos de inferioridad emergen fácilmente. La industria del entretenimiento sabe canalizarlo y consigue con ellos un máximo rendimiento de utilidades: los espectadores necesitan proyectarse en los protagonistas de programas de popularidad masiva; estas proyecciones además son buscadas con las más diversas técnicas. La imitación luego del mecanismo de proyección se hace inevitable, volviéndose vulnerable el espectador a la ideología del producto.  

Es por eso, que cabe resaltar qué ideas promueve para sus consumidores este tipo de espectáculos, donde de manera evidente se justifica una total intromisión en la vida privada de las personas, como también el encierro de seres humanos. Por otro lado el formato deja entrever una falsa dinámica democrática, en la aparente participación del espectador en un concurso. Se puede percibir además, una provocación del deseo a un acenso rápido al reconocimiento popular sin esfuerzo, a partir de ningún tipo de actividad que esté orientada al bien común. También es claramente visible la promoción de acciones de manipulación estratégica para beneficio individual, como también la promoción de la competición y no la cooperación en los grupos primarios, entre otras cosas.   

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